TOMÁS VÍLCHEZ (XXXX - 1815)
Solo para efectos ilustrativos
Obra del ilustre fotógrafo sevillano
Rafael Sanz Lobato
Premio nacional de fotografía de España en 2011
Relata don Danilo Sánchez Lihón, en su obra "Arrastrando Gloria y Cadenas":
1. Tendidos de sol y sombra
– ¡Fuera! ¡Fuera!
– ¡Que se vayan!
– ¡Que salgan los cobardes!
– ¡Queremos buenos toreros! –clama la gente, cada vez más airada. El griterío es ensordecedor en los tendidos de sol y sombra.
Mientras tanto, entre silbidos y chifladas, se sofoca el picador de a caballo que retrocede ante la embestida del inmenso y bravo toro negro.
Ya ha revolcado a dos toreros que intentaron capearlo.
Uno de ellos, al parecer, con graves heridas que ha hecho salir a toda velocidad a la ambulancia, llevándolo al hospital más cercano.
2. Un grito estremecedor
El Juez de la Plaza, aparentando hacer un saludo protocolar, ha dado la vuelta y subido hasta el palco del Virrey Fernando de Abascal y Sousa, quien asiste a la corrida de gala del 25 de julio dedicada al Apóstol Santiago, junto a su comitiva.
Le consulta qué medidas tomar y cómo culminar estos acontecimientos escandalosos, considerando que hay inusitada inquietud, la misma que se extiende por todo el virreinato.
Corre el año 1815 y nunca antes en la monumental Plaza de Acho, desde su fundación ocurrida en 1766, ha sucedido un hecho semejante de gritos destemplados y palabras disonantes ante la autoridad virreinal.
Es en el instante en que el Juez ha llegado al palco cuando se escucha un grito estremecedor y de horror de toda la concurrencia:
– ¡Oh!
El toro, zafando los cuernos de los pellones y la coraza de malla y arena que protege al caballo del picador, ha introducido sus astas por los ijares del equino y le ha vaciado los intestinos haciendo que caballo y picador caigan a tierra ante el espanto y el alarido de la gente:
– ¡Ay!
3. Ofrezca la mayor recompensa
Atraído el toro hasta el otro extremo del ruedo se ha decidido ultimar al potro de un disparo, sin poder recogerlo de la arena, de donde varias veces vuelve a levantarlo con sus cuernos el embravecido animal.
– ¡Y ahora qué hacemos, su Señoría! –le habla tembloroso, pálido y anonadado el Juez de la Plaza, dirigiéndose al Virrey.
– Ofrezca la mayor recompensa al torero que se arriesgue a torear a esa bestia –ordena sofocado el gobernante.
– Ningún torero se anima a salir al ruedo, –llega diciendo en ese momento el Marqués de Esquilache, agitado y con la melena descompuesta.
4. Ni por todo el oro del mundo
– ¡La única solución es regresar al toril a ese demonio!
– ¡Sería una deshonra para la Plaza de Acho, para el Municipio de Lima y también para el gobierno que representamos todos nosotros! –dice el Virrey, preocupado.
– Hecho que sería tomado como una premonición en contra de la corona española.
– Acontecimiento, además... –paladea sus palabras el taciturno general La Serna, quien hasta el momento no había pronunciado palabra alguna– asunto que aprovechará la gente que anda socavando el orden público y el prestigio de la Corona.
– He ofrecido todo el oro posible y ningún torero se anima a salir –reitera otra vez el Marqués que ha vuelto visiblemente desmoralizado.
5. Potestad para redimir las penas
– Su Merced –interviene don Pablo Porturas Landázuri, recién venido de la ciudad de Trujillo, nombrado para ocupar el cargo de Ministro Tesorero de las Cajas Reales Matrices de Lima– conozco a un torero de mi tierra, de la hacienda de Angasmarca, cercana a Santiago de Chuco, quien está preso en la Penitenciaría que se ubica a dos cuadras de este lugar.
– Y Usted cree que ¿estaría bien para este coso?
– Es un torero de raza, a quien he visto torear bestias que nadie se atrevía a enfrentar. Quizás esté dispuesto a hacerlo en este caso si se le ofrece permutar la condena que sufre por su libertad.
– Además, por las Fiestas dedicadas al Apóstol Santiago a Vuestra Merced le asiste la potestad para redimir las penas –interviene solícito el Presidente de la Real Audiencia quien ha escuchado atentamente la propuesta.
6. Cuadrilla de gendarmes
– ¡Entonces que vayan por él de inmediato! –dispone Abascal–. Hagan uso de mi calesa y corran, corran por orden mía y traigan a ese... ¿a quién?...
– A Tomás Vílchez, torero natural de Santiago de Chuco, mi pueblo.
– Y, por qué… ¿por qué motivos está preso? –indaga el Virrey a su flamante Ministro Tesorero.
– Por doble homicidio. Y homicidio calificado –informa, sin pestañeos, don Pablo Porturas.
– ¡Que al traerlo lo acompañe una cuadrilla de gendarmes! –alcanza a disponer el Virrey, mirando hacia un punto indefinido–. ¡No vaya a ser que el muy ladino se nos escape en el camino! –añade, Trejo en lides de gobierno, y como pensando consigo mismo.
7. Tarde de sol muriente
El Juez de la Plaza instruye para que durante el tiempo que toman las gestiones la Banda de Músicos interprete pasos dobles y mazurcas.
Mientras tanto, el toro da vueltas buscando por donde saltar la barrera y el público agita todo ropaje a fin de espantarlo.
Cuando ya la gente llega al colmo de la impaciencia, desde la arena del callejón delante de los tendidos el Emisario y un pelotón de soldados armados presentan al Virrey a un hombre demacrado y cejijunto a quien todavía enceguece la luz del sol, radiante en aquella tarde de sol mugiente en la tres veces coronada Ciudad de los Reyes.
El hombre aún trata vanamente de mantenerse erguido y sin doblarse.
Acercándose un poco al borde del balaustre de su palco, el Virrey –visiblemente incrédulo– pregunta:
8. Un capote y una espada
– ¿Tú eres Tomás Vílchez, torero de Santiago de Chuco?
– Sí, lo soy, señor –es toda la respuesta.
– ¿Crees que puedes torear a aquel toro? –dice señalando al animal que la gente espanta por todo el ruedo.
Sin dignarse mirar siquiera adonde el Virrey apunta con su mano,
contesta:
– Sí, señor.
El Virrey aún alcanza a decirle:
– ¡Es justo advertirte que nadie ha podido hasta ahora torearlo! Y también, ¡ha herido a dos hombres y matado al caballo del picador!
– ¡Sólo necesito un capote y una espada!
9. Bizco y cornipaso
– Conmutaré tu pena dándote la libertad de inmediato si haces una buena faena, –sentencia, tomando asiento con solemnidad, el Virrey.
– No torearé por mi libertad, puesto que mi castigo es justo.
– ¡Hazlo por alguien! –le advierte el Virrey.
– Entonces lo haré por mis hijos que son huérfanos. Y por su Merced, que así me lo permite.
De ese modo contestó Tomás Vílchez con dignidad y con voz que se deja escuchar nítidamente, ofreciendo así la faena de la tarde a sus hijos y al Virrey del Perú.
– El toro es "bizco" y "cornipaso" –se compadece en decirle el asistente del Juez de la Plaza–. ¡Tampoco se ha dejado picar el morrillo!
– He visto que todo es así. Pero, gracias por advertírmelo, Señor.
10. Son las cinco de la tarde
Le alcanzan capote y espada mientras el Virrey ordena:
– ¡Córtenle los grilletes!
– No es necesario, su Señoría. ¡Perderíamos tiempo! Soy presidiario y es natural que yo toree arrastrando mis cadenas.
Avanza dando saltos e ingresa al ruedo por el burladero más cercano. El público sigue aún más enfurecido.
Los demás toreros, vestidos de luces, ven asombrados que entra al ruedo un esperpento con los pies tintineantes.
Porta un capote y una espada todavía envueltos.
Y compadecen a ese guiñapo humano que en pocos minutos será, según el parecer de todos, un triste y miserable despojo. Un cadáver que ha de ser botado a la fosa común.
Son las cinco de la tarde del 25 de julio del año de 1815 cuando todo esto sucede.
11. Con la misma espada de torear
Es el instante preciso en que, en el pueblo andino de Santiago de Chuco, en la procesión del Patrón del pueblo, el Apóstol Santiago, pasa en procesión por su plaza, rodeado de comparsas de "Kiyayas", rezago doliente de las que fueron pallas del Inca Atahualpa, que cantan entre el humo del incienso, de los trompos de alcanfores y del palo santo, y entre los sones de las otras mojigangas, esta copla:
"Pobre Tomás Vílchez,
el valiente toreador,
que al anochecer
mató a su mujer
y mató a su rival.
¡Pobres sus hijitos
huerfanitos hoy!
¡y pobrecito de él!
Ya su viejecita
está por fenecer".
Cantan haciendo alusión al hecho trágico que protagonizó Tomás, dando muerte a su linda pero infiel mujer y a su amante. Lo hizo con la misma espada de torear, luego de que regresara triunfante de cortar orejas y rabo, en la Feria de la Virgen de Altagracia en el cercano pueblo de Huamachuco.
12. La punta del cuerno
Con la dificultad que la cortedad de las cadenas le impone a sus pies, Tomás Vílchez avanza en la Plaza de Acho hasta el tercio del ruedo.
Pronto lo ve el toro y arremete desde lejos embistiendo a aquel punto insignificante y borroso.
Todos lanzan un grito de horror y de compasión hasta el momento de verlo desplegar la capota y deslizarse el animal como una tromba sin saber nadie por donde ha atravesado, salvo por el centro de aquel fantasma.
Una raspadura horizontal a todo lo largo de su pecho es la prueba que el toro tenía la punta del cuerno derecho levantada hasta la altura del hombro de Tomás Vílchez, quien enderezó el rostro ligeramente al hacer la suerte.
13. ¡Toro!
Por lo que había visto, la plaza, que rebosaba de gente, guardó un silencio sepulcral. El toro no sabía si había acometido a un cuerpo o a una sombra. Al voltear se detuvo desconcertado y por vez primera orejeó dubitativo.
Apenas arrimándose de costado, con breves pasos como le permitía la cadena de los pies, el hombre que torea avanza hasta el medio del ruedo ya reconciliado con el sol de la tarde.
– ¡Toro! –se le oye decir con voz rijosa, libre y a la vez prisionera.
– ¡Toro! –llama otra vez con voz más imperiosa, golpeando el capote desafiante, amo y señor del infierno que tenía frente a frente.
14. Ora a la derecha, ora a la izquierda
El toro, arremete de nuevo desde lejos haciendo retumbar el suelo con pisadas que son un redoble de espanto y de muerte.
Sin moverse, Tomás Vílchez hace que las astas pasen por detrás e inmediatamente, presintiendo que había de voltear, lo espera haciéndole un molinete, esquivándole el pitón gacho del costado izquierdo.
Bastó eso para que el público encopetado, sin salir de su asombro, delire, gritándole:
– ¡To-re-ro!
– ¡To-re-ro!
– ¡To-re-ro!
Tanto como le permiten los grilletes, espera y lo deja pasar una y otra vez, rozándole ora el pecho, ora la espalda; ora a la derecha, ora a la izquierda. El toro incansable, voltea y cornea impetuoso. El torero sin moverse templa el capote y hace los pases.
15. Parado a pie firme
– ¡Ooo... le!
Retumba en toda la plaza.
– ¡Ooo... le!
Celebran desde los tendidos.
– ¡Ooo... le!
Ovaciona la gente.
La Banda de Músicos atruena con la pieza "Morena de mi tierra", que produce un estremecimiento en el torero, quien se detiene para mirar el horizonte sobre las tribunas que estallan de aplausos.
Terminado el último tercio, se instala en la plaza un silencio electrizante para dar paso a la "suerte suprema".
Con la espada en ristre e invitando al toro a embestir, parado a pie firme, lo espera hasta dar con el estoque en el exacto lugar.
16. Un cielo preñado de relámpagos
La bestia, sin saber si arremete a un fantasma o a una llamarada roja, a la vez hunde los cuernos directos al brillo de los eslabones de la cadena de los pies en donde el Sol de la tarde quiere arder en ese instante como fuego.
El Virrey mismo se pone totalmente de pie y avanza hasta el borde del balaustre rompiendo totalmente el protocolo ante su comitiva.
Las pallas del Inca Atahualpa, en Santiago de Chuco, sienten en ese instante –como nunca– en el tono de su canto, un sabor salado, agrio y amargo, y desgarrársele aún más la pena, mirando los ojos llorosos del Apóstol Santiago que vuelve con su procesión a la Plaza de su pueblo y a quien miran suplicantes en ese trance en que techumbres y guirnaldas se ven repentinamente amenazadas por un cielo preñado de relámpagos y aguacero.
17. Los grilletes esplenden
En la Plaza de Acho hay un revoltijo en el que toro y torero se hacen un solo ovillo de sombra, de arena, de sol, ¡y de pena!
Un ¡ay! lastimero resuena en los contornos porque toro y torero caen en un solo hálito de muerte o de vida, la espada clavada totalmente en el cuerpo de la bestia.
Cuando ya nada se mueve corren los toreros que espectan la escena desde los burladeros. Tomás Vílchez ha quedado atravesado por el asta levantada del toro, directamente clavada en el lado izquierdo de su pecho.
Todos los miembros de la cuadrilla de la plaza, vestidos con sus trajes de luces, lo alzan en hombros paseándolo por el ruedo, mientras los grilletes esplenden, colgando tintineantes en sus pies.
18. Enjugándose los ojos
El público –compuesto por los señores de la corte, los clérigos y sabios entogados, las señoras y señoritas ataviadas de joyas, esmeraldas y diamantes, todos puestos de pie, con coraje y agitando pañuelos– repiten ante aquel cadáver harapiento que la cuadrilla pasea solemne y reverente:
– ¡¡To-re-ro!!
– ¡¡To-re-ro!!
– ¡¡To-re-ro!!
Y no pocas lágrimas bajan por los rostros conmovidos y sollozantes.
– ¡Ha muerto el torero más grande que jamás haya conocido en la vastedad de este reino! –dice el Virrey Abascal, enjugándose también los ojos.
19. Hoy día torean
Descendientes de Tomás Vílchez, el legendario, son las generaciones sucesivas de aquellos grandes toreros de mi tierra, Santiago de Chuco, la tierra de César Vallejo, con su hacienda Angasmarca; quienes hasta el día de hoy torean en las fiestas de los pueblos en la sierra norte del Perú.
Hijo de Tomás fue Adelmo, quien quedó muy tierno a la muerte de su padre, ocurrida en la Plaza de Acho. Adelmo, cuando se enrazaba, toreaba hasta con los ojos vendados. Hijo de Adelmo fue Anastasio, quien toreó hasta cuando tuvo los cabellos completamente canos.
Hijo de Anastasio fue Juan, quien al torear y saltársele un ojo, a consecuencia de un pitón enrevesado, se lo arrancó de cuajo, con nervios y todo, arrojó a la tierra el ojo que colgaba y siguió en su faena, hasta matar al toro.
Hijos también de Anastasio fueron Obdulio y Dorila, quien salvó a su hermano cuando éste cayó a la arena, cogiendo para el caso la capa, ya estando ella con cinco meses de embarazo.
Hijo de Dorila fue Andrés; de Andrés, Francisco; de Francisco, Ángel... toreros natos, hasta el día de hoy, en que hacen delirar a la gente en las plazas colmadas de vítores de extremo a extremo.
20. En el cielo infinito
Los Vílchez no cobran jamás un solo centavo por torear.
Cuando los toreros de cartel no pueden con un toro embravecido, el pueblo los reclama con fervor.
En esas tardes el cielo se cubre de amatistas y oros.
Es allí cuando ellos recién ingresan, ceñido su uniforme de bayeta blanca y envueltos en una faja roja.
Y se los nombra hasta cuando en las noches los niños sueñan en sus fantasías con ser héroes para hacerse amar por las niñas más bellas del pueblo.
Esas mismas niñas asoman sus rostros angelicales en los balcones de nuestras casas ensimismadas.
Miran quizá con el leve fulgor de esos ojos tardes de toros y toreros encadenados, con eslabones tintineantes cual estrellas y luceros en el cielo infinito.
Fuente:
Danilo Sánchez Lihón
Instituto del Libro y la Lectura del Perú
http://letras-uruguay.espaciolatino.com/aaa/sanchez_lihon_danilo/arrastrando_gloria_y_cadenas.htm